Hay personas que viven su vida como una eterna búsqueda del castigo. No el propio, en cuyo caso serían penitentes, sino el ajeno, por lo que son castigadores.
Lo cierto es que se me ocurren media docena, así a ojo, de razones por las que, desde un punto de vista psicoemocional, una persona puede hallarse en esa circunstancia. Puede ser una actitud consciente o inconsciente. Puede hallar en ella placer, o simplemente ser una compulsión. Puede estar provocado por un trauma o represión, o ser sencillamente una actitud aprendida con la que se obtiene un beneficio. La cantidad de “sabores” es inmensa.
Los castigadores no inflingen castigo de forma aleatoria. Antes al contrario, esperan pacientemente a que se cometa un error a su alrededor, para saltar sobre su presa como lo haría un felino agazapado en la sombra. Una vez se ha cometido un error, intentan aumentarlo enormemente a ojos del castigado. Lo que viene a continuación puede variar enormemente y depende de cada uno de los individuos implicados (tanto del castigador como del castigado).
En muchas ocasiones, el castigador busca una venganza, generalmente desproporcionada, por un agravio anterior. En otras ocasiones, se explota el sentimiento de culpa del castigado para obtener una ventaja emocional. En la mayoría de las ocasiones, se busca minar la autoestima, aunque sólo sea de forma transitoria, para conseguir manipular a la persona castigada y llevarla a los objetivos que pretende el castigador. En algún caso que otro, simplemente el castigador disfruta del espectáculo de una persona bloqueada en un atolladero emocional, ofreciéndole la visión de que cualquier movimiento que haga será igual de malo o peor, y que no hay salida. Generalmente, el castigador deja de obtener beneficio o de encontrar atractiva la situación, y relaja la presión, momento en el cual el castigado cree haber redimido su culpa. En ese momento, se equipara el nivel de carga en ambos, y el castigador vuelve a la posición de acecho. El ciclo se completa.
Conseguir que una persona que presenta este cuadro, deje de actuar de este modo puede ser fácil, o un verdadero infierno. Depende en gran medida del grado psicoemocional del castigador, su nivel de consciencia, las causas o motivaciones de su comportamiento, etc. En un caso ideal, un castigador inconsciente, no motivado especialmente, que actúa por inercia, con un grado aceptable de compromiso y consciencia, apertura de mente, etc., puede bastar una serena charla con él, enfocada desde un plano de consciencia superior, para iniciar un proceso de autocrítica y reflexión conducente a dar un golpe de timón actitudinal. En el extremo opuesto, una persona traumada o simplemente motivada, que encuentra un beneficio neto en ese comportamiento, históricamente renuente a cambios o autocríticas, puede necesitar un proceso largo de psicoterapia que además, sólo será efectivo una vez dicho individuo dé el primer paso: La aceptación de ser portador de una actitud perniciosa que ha de cambiarse. Y con el cuadro descrito, llegar a esa aceptación puede ser realmente utópico.
Establecer un vínculo emocional con un castigador es tremendamente lesivo, y en muchos casos puede acabar minando la moral de quien está cerca. Lógicamente, las personas cercanas al individuo intentarán, con mayor o menor fortuna, con mayor o menor conocimiento de causa de lo que se traen entre manos, hacer entrar en razón al castigador. Por experiencia puedo decir que en una inmensa mayoría de las ocasiones el esfuerzo será, no sólo fútil, sino incluso contraproducente. Puede que, muchas veces, hasta por un error de enfoque de la situación por parte de quien pretende, de buena fe, ayudar. En algunas circunstancias, no quedará más remedio que abandonar la misión por imposible, por más que duela, esperando que en algún momento del periplo vital del castigador, este se dé cuenta de su propia situación, y busque ayuda, o bien sufra una catarsis de dimensiones bíblicas que le lleve a replantearse sus actitudes para con los demás.